Se oyen voces a coro cantando:
«¡Feliz no cumpleaños a ti!»
—¿A mí? ¿O a quién?— giro preguntando.
«A tú.» «¡Feliz no cumpleaños a ti!»
—¿A mí? ¿O a quién?— pregunto al otro lado.
«¡A tú!», grita el coro eufórico.
En medio de los cantos y el revuelo de cornetas, sombreros y bonetes, se impone el rugido de una tercera voz, femenina e imperiosa:
—¡Un momento! ¡Un momento! Se han equivocado. ¡Córtenle la cabeza! Hoy es su cumpleaños. Quiero decir, mi cumpleaños. ¡Bah! ¿Qué más da?… Igual no pienso festejarlo. No creo que se deba festejar el cumpleaños de nadie —hace una pausa—. Menos el de alguien que se encuentra en el fondo de un pozo tan hondo como éste.
De algún lado, fuera del cuadro, se escucha una voz amable y bajita como la de un rey, intentando sugerir que podrían ensayarse alternativas:
—Tal vez, querida…
Todos los soldados cercanos se estremecen como barajas, se escucha el entrechocar de sus picas temblequeantes. Los corazones, enloquecidos, laten y murmuran apartándose con temor de su rey. La Reina decreta:
—Tal vez, si yo no hubiera nacido, tendría más humor para justificar la alegría en el día de mi cumpleaños. Pero nací. Por eso ordeno: «Que nadie esté contento hoy», he dicho. ¿Qué esperan, entonces? —. Ruge: —¡Córtenle la cabeza!
Y entonces se la corté.
«¿A quién? ¿A mí? ¿A tú?», preguntan ellos.
—¡No sé! —grito.
***
La noche se tornó un insoportable lamento oscuro, con las manos tintas en pintura roja para rosas blancas.
Me quedé solo en un claro, en el extenso parque festeado de puntillas tejidas por las invisibles arañas lunares, arrodillado en medio de la escena, las palmas de las manos hacia arriba, los brazos semilevantados en una súplica de bufón educado, chorreantes de carmín.
Y en la última mirada que me dirijo mientras sin cuerpo me voy alejando —flotando lento y cenital—, sólo puedo ver a una larga, rubia y lacia cabellera entre las sombras de los oscurecidos ligustros.
Pero en ningún lado veo al flagelante cuchillo. Ni a la víctima.
***
Ahora ya estoy aquí, nuevamente.
Levanto el rostro y me miro en el espejo, el que acabo de cruzar. Miro mis lágrimas.
En el reflejo —a mis espaldas a través la puerta del baño— miro el otro vidrio, el de la puerta del pasillo que da al jardín y a los rosales enrojecidos. «¿Cómo explicarle nada a quien no haya cruzado nunca?», desespero. «¿Qué les diré a quienes nos conocían?».
La sangre y la última espina clavada se van por desagüe de la pileta. Seco mis manos y apago la luz al salir del baño. Y luego de la casa, en silencio.
