Blanco líquido y oscura sangre

Uno, apoya su espalda contra la puerta de madera del cerco y parece abrazar por la espalda al otro, que está nervioso y sujeto apenas por el codo. Son dos niños.
El primero, el que está alerta, viste un saco de tela gris que le queda grande, al igual que los pantalones de franela. Usa remera en vez de camisa. El otro, gorro rojo de béisbol, tiene la camisa blanca abierta de manera desprolija —sólo viste una camiseta musculosa de dormir por debajo, blanca también—. Sin duda varios botones de la camisa saltaron en los forcejeos de los desplazamientos previos, tiene los faldones salidos por completo de los pantalones.
Los dos tienen giradas sus cabezas. Uno, mirando por sobre su hombro hacia atrás, por arriba del cerco de madera. Está muy atento, usa raya al costado en el pelo —aunque, ahora, lo tiene húmedo y revuelto— y no debe tener más de quince años.
El otro es más chico y no mira nada en especial, tiene el rostro desencajado, a punto de llorar, parece estar hablándole al que lo sujeta. O rogándole (desde donde estoy —en un balcón arriba del callejón donde están ellos— no logro escuchar qué le dice, pero la angustia en su rostro es casi elocuente).
Mirando bien, el niño del gorro no está sujeto por el codo —la perspectiva desde arriba engaña—, el que está atrás lo sujeta con una mano tomándolo de la cintura. En la otra —del otro flanco— tiene una pistola con la que le apunta, apoyándola a la altura de los riñones, desde la espalda. Lejos aún se escucha a la policía que grita dando el alto, todavía tardará un poco en llegar a una mejor situación —una que le permita dominar la escena y las posibilidades de huida del prófugo. Deberán, antes, pasar por el patio trasero del edificio que rodea el cerco. También, bloquear el acceso lateral del callejón.
Ambos niños, pistolero y rehén, tienen las piernas abiertas, bien afirmadas: el pistolero en actitud tensa y expectante, evaluando qué hacer; su rehén queriendo mantener distancia del arma y haciendo equilibrio, para no dejar caer la caja con la botella de leche y las galletitas que debió haber comprado recién.
La situación por unos minutos no varía, salvo por los gritos de la policía —que suena cada vez más cerca, flanqueando el lugar— y el llanto del rehén. El pistolero no pronuncia palabra durante todo el incidente: para retener a su víctima sólo aprieta el arma contra las costillas del otro y lo sujeta —más fuerte— con una llave por el cogote.
Se escuchan un par de últimos gritos, dando la orden al delincuente para que se entregue. Luego, silencio. Sin dudas, hay —por lo bajo— deliberaciones previas al asalto.
El niño pistolero levanta por un segundo la vista al frente y me ve, apenas asomando por la ventana del tercer piso de una casa baja lindera. Evalúa que no pienso meterme y vuelve la vista al callejón.
Es entonces que —desde atrás y por arriba del cerco— llega un tiro que le vuela la cabeza. El que disparó fue un policía que había avanzado en solitario y a escondidas, por el patio que el cerco ocultaba. También, extemporáneos ya, irrumpen en el callejón otros tres policías disparando sin control y a mansalva.
Cuando llegan adonde están los niños, el delincuente está abatido y el otro niño grita desesperado. La botella de leche que sostenía está caída, astillada en el piso a su lado. Todo un enchastre de blanco líquido y oscura sangre.

Más tarde me enteré que el malviviente había robado un almacén a unas pocas cuadras. El dueño de la despensa se había resistido y entonces el niño le disparó, tomó la plata que estaba en la caja y se dio a la fuga por la avenida principal —la que pasa frente al comercio y el edificio que domina el callejón en el que se refugió. En el camino se cruzó con un agente que intentó detenerlo, y que también recibió un tiro en la cabeza. Falleció en el acto.
Huyó por un par de cuadras más, pero ya toda la policía de la zona estaba alertada.
Antes del callejón se cruzó con el pobre chico que tomó de rehén, sintiéndose acorralado debió decidir que iba a vender cara su vida. O no sé…

Aquella tarde en Cedar Grove —Dorchester, Boston— murieron muchos por nada, apenas diez dólares: el despensero, el agente, el propio ladrón y su desgraciado rehén.
Aparentemente, el rehén sólo había recibido un tiro del secuestrador en una de sus piernas —lo vi desde donde estaba, aunque jamás lo dije hasta ahora—, pero supe después que también había sido alcanzado por la balacera de la policía. Y —si bien sobrevivió al hecho— murió por la noche, en el hospital.

Días más tarde —en el cementerio a sólo a unas cuadras— se realizó el entierro del pobrecito rehén y del despensero.
Del otro niño jamás tuve noticias luego que se lo llevaran del callejón cubierto por una sábana.
El policía fallecido fue ascendido post-mortem y condecorado. Los diez dólares fueron devueltos a la viuda del despensero. Yo gané muy buen dinero por la única fotografía que pude tomar, además de algún premio.

1948 "Boy Gunman and Hostage", Frank Cushing
Fotografía: «Boy Gunman and Hostage» (1948), Frank Cushing – Premio Pulitzer de fotografía de 1948