Nuestros maestros se han ido. Pero si retornaran
¿quién de entre nosotros los escucharía? ¿quién reconocería
el Corpóreo sonido del Cielo o el Celestial sonido
del Cuerpo, interminable y desvaneciente, aquel que cantó
nuestros días, antes que les fuera arrancado su poder
a las orbitantes estrellas? La respuesta es:
ninguno de nosotros aquí. Así ¿qué importancia tiene si vemos
las montañas patinadas por la blanca luna y el pueblo con sus puertas silenciosas
y torres de agua, y tenemos ganas de alzar la voz
apenas un poco? ¿O si, a veces, durante el final del otoño,
cuando el atardecer florece por un instante sobre el cordón oeste,
imaginamos ángeles bajar apurados los fríos peldaños del aire
para desearnos el bien, si hemos perdido nuestra templanza,
y no hacemos más que dormitar, escuchando a medias los susurros
de esta o aquella brisa que vaga sin rumbo sobre las malogradas granjas
y jardines perdidos? Estos días, cuando despertamos,
todo brilla con la misma apesadumbrada luz
que llenó nuestro sueño momentos antes,
por lo que sólo contamos los árboles, las nubes,
los pocos pájaros que quedan; entonces decidimos que no debemos
ser duros con nosotros mismos, que el pasado no ha sido mejor
que ahora, porque ¿acaso el enemigo no ha existido desde siempre,
y la iglesia del mundo no estaba ya en ruinas?
