—Dígame algo que no le gustaría conocer, Capitán.
El Capitán Andrew miró hacia una de las orillas del no muy amplio estuario por el que ahora navegaban y en la ribera vio a un oso trepado al tronco de un árbol. El animal estaba sacudiendo un panal de abejas, para ahuyentarlas y así poder comer la miel tranquilo. Entonces, dejándose llevar por un arranque de libre asociación y nonsense —como si él fuera Carroll y ella Alicia—, dijo:
—La cera en las uñas de las garras de aquel oso es un detalle que preferiría que el universo no me mostrara de cerca, aunque el oso estuviera harto de comer miel de margaritas —sonrió al decir esto—. Estar tan próximo a lo incontrolable me aterraría —. Y señaló al animal en la orilla: —Pero, por suerte, estamos a salvo aquí, en el bote.
En la orilla, el oso comenzaba a desistir; las abejas del panal estaban, de a poco, reaccionando en defensa.
—En ese caso, Capitán, estamos más cerca de lo que le convendría —dijo Margaret («Daisy») sosteniéndose un poco con las manos hacia ambos lados de la borda—, el bote está inclinándose demasiado hacia el lado de las Margaritas.
Él notó que, al girarse para mirar, había desestabilizado apenas la embarcación hacia el lado de la niña, quien había retirado un poco las piernas para reestablecer el equilibrio y con sus rodillas había rozado a Andrew imperceptiblemente. Un ligero incidente que Andrew sabía que no era para tanto, pero que la niña —en su novelesca— había elegido magnificar. Dio una suave paletada de remo y corrigió la leve escora.
El Capitán Andrew cavilaba, dudando sobre si su torpe galantería acerca de la miel de margaritas había pasado inadvertida. Pero en cualquiera de los dos sentidos, por sí o por no, recordar su tonta audacia y pensar que pudo haber sido ignorada, por educación o por irrelevancia, lo puso nervioso.
Como buen soldado, contraatacó con lo primero que se le ocurrió:
—¿Y qué es lo que usted quiere que ocurra, Margarita? —así la llamaba, en español, cuando quería evitar el formal Princesa Margaret, un liviano juegos de palabras saltando entre charcos de idiomas y diferencias de abolengo. «Y de edad», pensó reconviniéndose. Otra vez la espontaneidad lo había traicionado.
—No sé, Capitán… —la niña hizo una pausa— el día es largo. Uno puede perderse al navegar suavemente sobre un río. Puede irse sin moverse, siempre adelante, así como están yéndose ahora aquellos de los nuestros que nos precedieron. Yaciendo solos, para siempre, derivando ¿No piensa esto?
—Eh… ¿Qué? — además de estar un tanto abochornado por su anterior audacia, ella había contestado en un cierto nivel que él no esperaba, aunque cada tanto esto ocurría. Debería haberlo visto venir, aquél día de primavera estaba resultando demasiado especial, demasiado placentero.
—Ah, ve, estaba ido. Tenía razón. No es necesario que conteste, Andrew —dijo utilizando directamente su nombre, riéndose del embarazo del oficial.
Él, igual, decidió decir algo para salir de ese lugar vulnerable en que había caído, aunque no quiso romper el clima de la conversación:
—Es que el río es un devenir que me empuja hacia adelante sin ningún esfuerzo. Me distrae el sólo existir, mientras todo fluye —volvió a dar un ligero impulso con el remo y calló, había estado a la altura.
Ella sonrió, no pudo dejar de notar que estaban navegando en la misma corriente, fluyendo hacia el mismo lugar…
Ella era niña aún, pero sabía que acabarían juntos, una cuestión de tiempo apenas. Anticipar lo que sería estar en sus brazos era un placer tan cercano a la plenitud que no pensaba interrumpirlo con nada de este mundo. En silencio, se dedicó a soñar aquel futuro en que todo desaparecería: la Corona, la esposa de Andrew, las tiendas del campamento para la merienda que se veían a lo lejos, todos los Leones y todas las Rosas.
