Él, como todo buen payaso, llevaba los guantes blancos puestos cuando ella le abrió la puerta de la habitación setenta y cinco del segundo piso del hotel.
Como todo buen payaso había sido engañado y quería llorar hasta agotar todas las lágrimas de su ojal. Pero sólo se había delineado unas pocas lágrimas negras sobre el blanco maquillaje, como deslizándose desde las crucecitas de sus ojos hacia el carmín de la boca.
Como todo buen payaso era digno de compasión e inspiraba miedo cuando reía, salvaje, con aquella enorme boca roja: se le podían ver los dientes manchados por el rouge; y las muelas amarillas, por la nicotina. Sus labios furiosos no ocultaban nada mientras la insultaba. Algo más violento que el odio brotaba de aquellos orgánicos megáfonos, algo pleno de brutal poética.
Él, como todo buen payaso y asesino de aquellos a quienes aún se ama, llevaba puestos los inmaculados guantes al abandonar la habitación. Sabía imitar personajes, sabía asomarse y mirar hacia los costados como Groucho Marx, así que lo hizo. Se asomó con un cigarro entre los dientes, la mitad del cuerpo saliendo por el marco de la puerta de entrada, girando la cabeza de un lado a otro con movimientos rápidos y precisos como los de un reptil, revoleando lascivo los ojos hacia arriba antes de cada giro, sonriendo también lascivamente aunque no quisiera: era el personaje. Aunque sus rulos color azafrán eran más apropiados para Harpo que para Groucho.
Luego de un par de infructuosas chupadas al habano apagado desistió de su imitación de Groucho y guardó el mordido cigarro en uno de los enormes bolsillos de sus pantalones de payaso. Volvió a mirar con cuidado a ambos lados del pasillo y se deslizó en él, alejándose presuroso. No vio que nadie lo viera salir, y ahora sí lloraba de veras. Es que, como todo asesino primerizo y pasional, había querido matarse luego del hecho pero no pudo, así que tuvo que improvisar su salida del escenario: bajó en silencio las escaleras del hotel y se escabulló cuando el gerente no estaba mirando. Pero como las cámaras del lobby sí, fue identificado e inculpado.
Él, como cierto tipo de payasos y asesinos, terminó confesándolo todo anticipadamente. No fue necesaria ninguna pesquisa, sólo la autopsia para constatar los detalles: su mano izquierda, enguantada, atenazándole la garganta contra la cama, la rodilla izquierda clavada cruelmente contra el estómago, su mano derecha tapándole la boca para que no grite. En su relato, él la mira a los ojos todo el tiempo, diciéndole que se deje ir, que no se resista, que piense en lo que viene pero que no pierda su poco tiempo —sus últimos preciosos segundos— porque no va a tener piedad, porque de todas formas ella terminará muerta. No le preguntó por qué lo había engañado ni por qué quería dejarlo. «Sólo quería matarla», aseveró.
Todos estos últimos detalles no pudieron verificarse mediante la autopsia, apenas fueron inútiles declaraciones de principios y razones que a nadie importaron. Tal vez su abogado pueda invocarlas como atenuantes… pero no. Él, como todo amante psicópata y abandonado, se siente indolente y muy poco interesado acerca de lo que pretenda conseguir su abogado: sólo sueña con el juicio oral ¡Desea el juicio oral! Aún la odia y quiere seguir asesinándola una y mil veces, todos los días, públicamente, en el recuerdo. Quiere conservar la filmación del juicio como ejercicio de legítima defensa para su amor herido, desea que su excelso frenesí conste por siempre en actas.
